Cada vez le veía sonreír menos, bueno en realidad cada vez le veía menos. Y eso que Paul se podía describir como una persona muy alegre. Él se llevaba genial con todo el mundo, aunque a veces el mundo no se portara genial con él. Aún así, él y yo teníamos una relación especial, nada de sexo ni amor, sino de amistad. Una amistad pura, sin tapujos, sin encubrimientos, pura amistad. De esa que cada vez queda menos. ¿Y de que nos conocíamos? Pues simplemente fue que nuestros destinos se juntaron un par de años atrás yendo los dos a estudiar a la misma ciudad y en conclusión a la misma residencia. El vivía dos plantas abajo mía aunque en realidad nos pasábamos todo el día en mi habitación. Claro, todo eso hasta que empezó a llegar el otoño, que fue cuando cada vez venía menos, y él la única escusa que me daba, era que tenía una mudanza de la cual no me hablaba nunca. Cuantas mudanzas habrá tenido el pobre, pensaba yo siempre, ya que a los 3 años se mudó de Londres a una ciudad próxima a la residencia, debido al trabajo de su padre, algo relacionado con inmobiliarias y venta de pisos. Pero aún así, algo fallaba. Pasaban las semanas y Paul no venía, tampoco contestaba a las llamadas ni a los privados. Tanta fue la preocupación que intenté contactar con su hermano pero tampoco contestaba. Preguntaba a todos los amigos en común, a todos los de la residencia, y estaban todos más o menos igual, ¿Dónde esta Paul?
Pasaba el tiempo, y mi preocupación aumentaba. Todos los días miraba mi correo electrónico, el móvil, el tuenti, incluso el correo ordinario. Constantemente. Hasta que llegó el día en el que mi vida cambio por completo. Una fecha que jamás olvidaré. 13 de Diciembre. Fue entonces cuando llego la primera carta roja. Una de tantas. Y como todas ellas, sin remitente.